La naturaleza muestra
que todo tiene un ritmo:
las ramas, que alternan su arquitectura
en el tronco del árbol;
la gota mineral,
que esculpe concentrada una estalactita;
el canto del jilguero,
que enamora a su pareja
hasta el paraje más monótono
manifiesta cambios de estaciones
Jerónimo enseñó a los suyos
a ermitar en comunidad:
cada día horas para internarse en el desierto de su corazón
y horas para elevar el canto común;
horas para sembrar y deshierbar el alma
y horas para barrer o reparar las tejas;
horas para librar batallas solos
y horas para curarse juntos las heridas
el secreto del ritmo es saber escuchar,
descifrar que, aunque diferentes,
todos los latidos son igualmente latidos.
El silencio y la soledad
no son exclusivos del lugar apartado
un ermitaño se interna en la ciudad
-como en otro desierto extraño-
y ahí comienza un aprendizaje nuevo,
más duro, quizás:
escucharse en la trifulca,
descalzarse en el asfalto,
encontrar el sustento diario
a poco de andar
intuye que el ritmo aquí es otro,
como es otro el paisaje
mas, con sorpresa descubre que
la ciudad también está poblada de ermitas;
casi nadie las ve, discretamente
sus ermitañas y ermitaños las habitan,
resguardando el corazón del grito y del tráfico
sin parar, ellos oran bellamente
y, como un incienso, perfuman
este otro desierto tan agreste.
Dostoyevski dijo:
“la belleza salvará al mundo”
has de tu corazón bella ermita:
saca de ella el falso mobiliario,
ideas que te alejan del suelo y de lo humano
deja que un silencio diario
restaure amoroso tus grietas
habítate:
goza de estar en ti,
notarás que no estás sola ni solo
con ojos nuevos verás, por fin,
que no hay mayor belleza
que tu propia realidad.