Domingo XXX del tiempo ordinario // Mc 10, 46-52

¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! ¿Por qué gritaba el mendigo sin importarle lo que decía la gente?, ¿por qué no se arrojó a los pies de Jesús directamente?, ¿por qué lo llama? Él sabía que quien pasaba por ahí podía curarlo. Pero no se le lanzó, esperó a ser llamado. Estaba listo, y sabía que tenía que ser llamado. Su desesperación no actuó por encima de su fe.

¿Cuántos de nosotros pedimos así y sin importar el qué dirán, a Dios? Sea cuál sea nuestra petición, sabemos que Él lo puede todo. Pero como dice el evangelio de Mateo: si tú quieres.

Jesús sana, salva y llama a seguirlo. El mendigo no fue solo sanado sino que se puso a seguirlo. A su fe le siguió fidelidad y entrega.

Este evangelio me hace pensar en dos cosas: la llamada y la libertad anclada en la fe, que da como consecuencia una respuesta viva.

Jesús no pasa por ahi y al ver al ciego se le acerca para curarlo. Y el mendigo no se arroja a los pies de Jesús desesperadamente. Jesús respeta la libertad y el mendigo espera la llamada. Está listo, es libre y tiene fe.

La misericordia de Dios es infinita y gratuita pero no impone, respeta la libertad. La gracia de Dios no se da solo a algunos escogidos desde el principio, sino a todo aquel que, por algún misterio, la aguarda, la pide, y está listo para vivirla aunque sea de manera limitada: Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá (Mt 7).

A veces estamos desesperados, ciegos, queremos ser sanados. Si tan solo conociéramos el don de Dios (Jn 4), nuestra fe nos salvaría.

En definitiva, ¿respondemos a la llamada de Jesús? ¿Cómo? ¿Pedimos con fuerza que habite en nosotros y nos sane?

Somos libres, tenemos fe, y hemos sido llamados, como el mendigo que tras ser curado sigue el camino junto a Él.

¡Habrá que creérselo de verdad y para siempre!

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