Domingo XV del tiempo ordinario // Lc 10, 25-37

¿Cuántas veces hemos leído, reflexionado y compartido esta parábola del Buen Samaritano? Conocemos la historia del relato y sus protagonistas. Pero, ¿qué pretendía Jesús con su explicación? ¿Cuál era su intención? ¿Cómo interpretamos hoy esta parábola? ¿Y cómo la vivimos?

Sabemos que Jesús explica esta parábola como respuesta a la pregunta sobre la vida eterna y el prójimo. Este relato nos invita a conocer diversos personajes: un judío, que es agredido. Y distintas personas que reaccionan de diferente manera: las dos primeras, un sacerdote y un levita, que en su contexto histórico tienen sus diferencias, pero lo más sorprendente es que los dos ignoran a la persona agredida y pasan de largo. Y el tercer personaje es un samaritano que siente compasión. Parece ser que había muchas rivalidades entre los samaritanos y los judíos. Y otro personaje significativo es el dueño del posadero que acoge a la persona agredida, por petición del samaritano.

¿Cuántas personas, hoy, viven distintos tipos de agresión: la violencia, la guerra, la pobreza, la miseria, la soledad…? ¿Cuántas personas buscan refugio para sobrevivir…?   

Ser y hacer de buen samaritano requiere tener ‘un gran corazón’. Exige algo tan simple, como disponer de tiempo para observar y detectar las necesidades. El ritmo acelerado no permite fijarnos ante las necesidades del herido, del agredido, del hambriento, del abandonado… Las prisas no permiten atender, más bien el contrario, pasar de largo, como el sacerdote y el levita, y esto endurece a la persona con una actitud indiferente ante las necesidades. O se prefiere no mirar para no percibir la realidad sufriente.

Ser y hacer de buen samaritano es el gesto de ‘dar la mano’ que implica el sentido generoso de la escucha, de la mirada, de la palabra, e incluso de la ayuda económica.


Esta parábola me recuerda una oración inspirada por la Madre Teresa de Calcuta. Su  vida fue donación total y fue un testimonio auténtico de acciones reales de buen samaritano. En cada una de las capillas de las Misioneras de la Caridad en todo el mundo cuelga un crucifijo que dice: “Cristo sufriendo, muriendo y las palabras ‘Tengo sed’”. Ella tenía sed de Dios y cumplía su voluntad, y a la vez ella estaba entregada con el prójimo, los más pobres entre los pobres. Ella ayudaba al sediento que tenía sed de agua, de justicia, de paz… Ella en medio de la tristeza y con los más vulnerables era aliento de sosiego y de esperanza. 

Y como no, recordar las mismas palabras de Jesús: “Os aseguro que todo lo que hicisteis por unos de estos hermanos míos más humildes, por mí mismo lo hicisteis”. Por lo tanto, cuándo ayudamos, acogemos, acompañamos, escuchamos…, todo ello es hacerlo al mismo Jesús. Que lección de vida esta parábola que nos invita estar al servicio del prójimo. Es decir, vivir la auténtica caridad.

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