Domingo XXXIV del tiempo ordinario // Lc 23,35-43

No sucumbir a las burlas de otros es realmente un acto de madurez humana. La clave se encuentra, creo, en saber quién eres realmente y evitar la tentación de usar el poder para librarte de las mofas. Ahí está el gran poder, la gestión del impulso a defenderte, el control personal: que nada de lo exterior afecte y debilite la paz interior fraguada durante años.

 La escena de la crucifixión de los ladrones, uno apoyando los sarcasmos del pueblo y el otro, con un exquisito sentido de la justicia, me recuerda al bullying que sufren los escolares. En Finlandia, leía hace unos años, casi está erradicada esta plaga. Lejos de trabajar en las habilidades sociales de las víctimas, apostaron por el entorno. Los espectadores eran la pieza fundamental; si estos no apoyaban la violencia, ni se reían viéndolo normal o divertido, el acosador perdería el reconocimiento y, por ende, su interés por llamar la atención de esta manera tan cruel.

El buen ladrón fue ese espectador que no apoyó el acoso y que supo reconocer el mensaje principal que nos trajo Jesús de Nazaret: el Reino de Dios.

 Y Jesús, en su segunda frase en la cruz según el testimonio de Lucas, lo promete de una manera solemne, consoladora y presente. Hoy estarás conmigo en el paraíso. Nos da esperanza porque el paraíso se ofrece a toda la humanidad que quiere abrazar la bondad y la ternura del Padre, incluso en los últimos momentos de la vida.

Un abrazo,

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