Domingo XXX del tiempo ordinario // Mt 22,34-40

En este domingo el evangelio nos habla del amor: amor a Dios -uno y trino- y amor a los semejantes. Pero, contemplando el mundo en la actualidad, y también a lo largo de la historia, parece como que estos mandamientos están un tanto olvidados, sobre todo por aquellos que tienen la capacidad de hacer mal, no sólo de manera restringida -en cuanto su alcance-, sino de manera extensa.

La afirmación que Jesús hace hoy es clara, ¡amar! Dios nos creó libres para que libremente le pudiésemos amar a Él y al prójimo. Cuando nos olvidamos de amar, y de amar de manera desinteresada como Dios nos ama, comienzan los problemas: reclamaciones, enfados, envidias, etc.

Amar al Señor, nuestro Dios, con todo el corazón, con todo nuestro ser, es avivar en nosotros el deseo de adherirnos a su voluntad y cooperar con la construcción de su reino aquí en la tierra. Eso conlleva amar a nuestros semejantes, por esta razón Jesús le recuerda al fariseo que el segundo mandamiento en importancia y que, es semejante al primero, es el amor al prójimo. Pues, no es posible amar a Dios y querer hacer su voluntad sin llevar a término la “fraternidad existencial” en lenguaje de Alfredo. Recordemos aquello que nos decía San Juan: Dices que amas a Dios a quien no ves, pero no amas a tu hermano a quien sí ves, ¡hipócrita!

La práctica evangelizadora de Jesús nos invita a los bautizados a vivir nuestro sacerdocio bautismal y humanizar nuestra sociedad (hacer presente el reino de Dios) en todos los órdenes de nuestra existencia y a todos los niveles. Pues, la humanización es parte esencial de la fe y de la identidad cristiana que se desprende del Evangelio.

Nuestro mundo necesita personas que humanicen este mundo y ayuden a estas generaciones, y a las futuras, a creer en el amor, pues difícilmente puede haber un futuro esperanzador si se pierde la fe en el Amor.

Dios se humanizó para divinizar a la humanidad ¡AMEMOS!

Diego López-Luján

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