La ‘humildad óntica’ en la prevención y solución de conflictos 2/2

II. La enfermedad del ser como raíz de algunos conflictos

Es evidente que muchas pugnas surgen de las naturales diferencias de enfoque, de ritmo, de preferencias, gustos y cultura que siempre existirán entre los seres humanos. Obvio, pues, que toda persona debe aprender a convivir con esas diferencias, y desarrollar las habilidades necesarias para el mejor manejo posible de los inevitables roces y conflictos que tendrá con quienes lo rodean. (En este análisis hay también que dejar un espacio a la libertad. En ocasiones, más allá de las explicaciones psicológicas o sociológicas que se encuentren para el conflicto, puede intuirse el reducto indefinible de la libertad que opta, o no, por lanzarse a un camino de paz).

Pero volviendo a nuestro recorrido, ¿dónde estaría, pues, la raíz «óntica» del conflicto? Rubio la esboza con una breve frase: «Veo por mi piel, por mi cuerpo todo, que tengo, sin embargo, que precaverme: que esta alegría de “estar” no me torne tan ebrio que me olvide por el hecho de existir, que podía no haber existido».

Esta «ebriedad» es la de quien se olvida de que lo propio suyo es ser limitado; se siente incómodo en su contingencia, rechaza con disgusto ser quien es, y añora constantemente «ser otro». Ello provoca que la persona opere –con frecuencia sin plena conciencia de ello– como si fuera un ser absoluto, al menos en algún aspecto de su vida. Dice el autor: «Si no te acabas de aceptar a ti mismo, entonces estás desasosegado y mal asentado dentro de tu encarnadura y en tu espíritu, y esa inestabilidad hace imposible el fundamento de una buena convivencia con los demás». («Aceptarse a sí mismo», A. Rubio, RE Nº 39, pág. 25). Notemos que aquí no se trata sólo de la aceptación de uno mismo en el plano psicológico. Aquí el aceptarse se refiere al ser, al modo de existir: es una aceptación más global y honda, es óntica.

En su comentario al Realismo Existencial, el filósofo Francesc Torralba recuerda que Kierkergaard se había ya referido a algo llamado «la enfermedad del ser», en su obra Enfermedad mortal (1849). Cita Torralba que «cuando el hombre se obstina en transgredir los límites de su naturaleza cae en la desesperación del infinito» (RE Nº39, época 4, pág. 16).

Si bien Rubio se refiere directamente a tres «enfermedades del ser» (orgullo, vanidad, ambición), a lo largo de todas sus 22 historias de Realismo Existencial aparecen diversas formas posibles de soberbia óntica, es decir, la no-aceptación de uno mismo en alguno de los aspectos que configuran su ser. Hay quien no acepta haber tenido un principio (habría deseado ser desde siempre); otros no aceptan tener un final (rechazan el hecho de su finitud, añoran la absolutez del ser); otros se sienten incómodos de los defectos de sus padres (desearían haber nacido de seres perfectos). La persona que no tolera equivocarse, funciona en el fondo como si fuera un dios que no falla jamás. El que soporta mal los imprevistos, actúa como si tuviera la capacidad de prever y dominar todos los acontecimientos. El intolerante con los defectos ajenos expresa la convicción de que él es perfecto. Y así sucesivamente. Las mil caras de la «soberbia óntica» son generadoras de conflicto dentro y fuera de la persona, pues en todos los casos provocan un descontento, una incomodidad básica que se expresa y proyecta de distintas formas en la vida personal, familiar y social, y termina siendo origen de discusiones, roces y conflictos evitables. Quien se cree más que los demás, supone que merece un trato especial y que todos le deben algo; por lo tanto, acaba acumulando cosas que no le corresponden, e intentando dominar a los que le rodean.

Las enfermedades concretamente presentadas por Rubio, decíamos más arriba, son tres:

– El orgullo, afán de brillar más que los otros (la «conciencia prometeica», según Torralba). Es fruto de un complejo de inferioridad óntico que, dice Rubio, «querría absorber de la tierra, por sus raíces, toda la absolutez del ser. Y quedarse, soberbio, cual eucaliptus, aunque a su alrededor agostar, como éste, toda hierba». El orgulloso se aleja y se oculta de los que sabe mejores que él, y por eso al final se queda solo. Es incapaz de trabajar con otros, colaborar, construir en equipo.

-La vanidad: una autoidolatría sobre bases falsas. Sienta su deseo de autoestima sobre la ficción teatral que intenta presentar como autenticidad. No ama la verdad, la desnudez, pues quedaría en evidencia. Establece, pues, relaciones humanas frágiles, faltas de hondura y de sinceridad.

– La ambición: la voluntad de ser y tener lo que no se es ni se tiene. Siente una cierta forma de felicidad al estar en el camino de alcanzar lo que desea, pero está siempre insatisfecho pues aún no lo tiene. Cuando alcanza algo, deja de interesarle y se fija mayores metas. Es incapaz de reposar; el presente es sólo un instante entre el pasado y el futuro. Cuando, en su ancianidad, vuelva la vista atrás, difícilmente encontrará en sus recuerdos un momento de verdadera plenitud. Ha pedido tanto a la vida, que ésta le habrá pasado sin darse cuenta.

Las dimensiones sociales de tales enfermedades adquieren características muy arriesgadas y suelen originar conflictos de amplio alcance. Por ejemplo, en los pueblos que viven una constante inaceptación de la historia anterior y de la cual son fruto las personas de hoy. Los rencores históricos generan altas dosis de irritabilidad y prejuicios sociales. O los grupos que, en el ejercicio de una pseudo libertad, asumen la violencia como única salida a los conflictos. Están convencidos de que ellos no caerán en los vicios que marcan a los poderosos de todos los tiempos, y deciden suplantarlos tan pronto como sea posible. Desean quizá salvar a sus pueblos de las injusticias presentes, pero innumerables personas que forman esos pueblos pierden la vida en el empeño. ¿Se arregla la existencia quitándoles la existencia?

A manera de conclusión

La sencillez y obviedad de aquella primera premisa que señalaba Rubio puede parecer tan inocua que no se le supongan tan amplias consecuencias. Por el contrario, se trata de un punto de partida que, como una piedra que cae en el centro de un lago, provoca una sucesión de círculos concéntricos que se extienden mucho más allá. Y esa «piedra» básica sería el paladear nuestro ser concreto, sin palabras. Ser, simplemente, y vivirlo.

 «Qué sorpresa en mi ser, de ser.

¡Qué calma!
Somos cimas muy altas
en medio de lo ignoto.

Nada nos falta
para ser algo

en vez de nada.

Enlacemos las manos con gran gozo
para empezar la danza.»

(A. Rubio: «Ser». RE Nº 39, pág.1)

Esta humildad óntica desemboca no sólo en paz, sino en fiesta, en la sencilla celebración de la existencia compartida.

Leticia Soberón
Psicóloga

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