Domingo XIII del tiempo ordinario // Mc 5,21-43

Vivir ajenos a quienes nos rodean no es plan, al menos, no plan cristiano.

Mas no solo eso. Quedarse fuera del acontecer de otras vidas, sin implicarse, al menos, desde lo más básico, que es la empatía por una vida distinta a la propia, nos deshumaniza porque, consciente o inconscientemente, somos en relación constante con otros, existimos a partir de vidas que nos son ajenas -las de nuestros padres- y afectamos la existencia de los demás desde nuestro ser y quehacer.

Supuesta esta base, una reflexión posible acerca del texto evangélico de este domingo es la certeza de que, estando abiertos -permeables- a la vida que nos rodea, logramos percibir la vivencia única e individual del que está próximo y, captándola, somos capaces de estar atentos a cual sea su necesidad o inquietudes más íntimas, las que suelen implicar procesos vitales muy diversos: alegrías, satisfacciones y logros; desafíos y sueños; dolores, enfermedades y duelos.

A nosotros, como a Jesús, se nos regala la posibilidad de ser acompañantes de vida, actores o testigos de pequeñas o grandes sanaciones del alma, del cuerpo, de la psique de tantos. Como Él en este evangelio y en otros, podemos ser mediadores de gracia en el acompañamiento del sufrimiento humano y canal por el que pase salud para muchos.

Acojamos la vulnerabilidad como la de la mujer que, a fuerza de fe, arrojo y confianza arranca a Jesús la salud y demos cabida a ese “Talitha qumi”, ofreciendo una mano que levante, rescate, sane y acaricie la existencia con la ternura que merece.                 

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