Domingo XXVI del tiempo ordinario // Mc 9,38-43.45.47-48

Hacer el bien no es exclusivo de los cristianos. En este relato evangélico observamos ciertos celos por parte del discípulo Juan: algunos hacen el bien y no son de los nuestros.

Esta tentación también la ha tenido a veces la Iglesia Católica. «Estos que hacen el bien, que dirigen entidades benéficas pero que «no van a misa» ni «observan los preceptos religiosos», ¿podemos fiarnos de ellos?

Es necesario tener una mirada más ancha. Lo importante es hacer el bien. Ciertamente, todos conocemos a personas extremadamente generosas que trabajan desinteresadamente por los demás y que sin embargo «no creen».

Pero, ¿cuál es la particularidad o el rasgo específico que añade el bien que hace Jesús y que le pedimos con insistencia que nosotros sepamos imitarle? La respuesta es sencilla. El bien proviene del amor de Dios, que no tiene fin, que llega a todos y que no se cansa de amar. La compasión fue lo que movió a Jesús a curar a los enfermos del cuerpo, del alma, a consolar a los tristes y a los abandonados y rechazados por la sociedad religiosa y bien pensante de la época, a perdonar a los pecadores y a no juzgarlos, … Jesús no buscaba su gloria, actuaba por compasión con todas las personas.

Si actuamos solo por pura voluntad humana puede que algún día nos cansemos, porque «se nos acabarán las pilas» de tanto amar y hacer el bien sin nada a cambio. Pero si contamos con el amor infinito del Dios de Jesús y a él recurrimos a menudo con la oración tendremos la fuerza y ​​la constancia para hacer el bien a todos.

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