Domingo XXVIII del tiempo ordinario // Mc 10,17-30

Un hombre rico se acerca a Jesús para preguntarle qué debe hacer para heredar la vida eterna y Jesús le recuerda algunos mandamientos relacionados con el prójimo. Ciertamente, el joven rico los había cumplido desde su juventud.

Me imagino la mirada de Jesús, llena de asertividad y cariño para que su mensaje no llegara como una reprimenda, sino con comprensión y apertura. Jesús le dice que le falta una cosa: vender todo lo que tiene, darlo a los pobres y seguirlo. Sin embargo, el joven se marcha triste porque posee muchas riquezas.

Este evangelio nos invita a reflexionar sobre nuestra relación con los bienes materiales, el apego que tenemos en ellos y las cosas que pueden obstaculizar nuestro camino hacia el Padre. Jesús señala que las riquezas pueden ser un impedimento para entrar en el Reino de Dios, a tal punto que compara esta dificultad con la imagen de un camello pasando por el ojo de una aguja que, para algunos eruditos, recuerda a una puerta muy pequeña de Jerusalén, del tamaño de un hombre, que se abría por la noche cuando la puerta principal estaba cerrada.

Jesús nos llama a liberarnos de estas necesidades infundadas y compromisos materiales que nos impiden vivir plenamente su mensaje y abrirnos a una vida de generosidad.

Los bienes materiales no son malos en sí mismos, sino su acumulación y apego a ellos, puesto que pueden alejarnos de la verdadera libertad y entrega a los demás. Apostemos por priorizar los valores espirituales y reconozcamos que la verdadera riqueza está en el amor y en la generosidad hacia los demás.

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