El evangelio de este domingo, como el de tantos otros días, nos remite a esa entrega incondicional a la que estamos llamados desde el Bautismo. Una invitación apasionante que conduce a la verdadera alegría.
La alegría verdadera conlleva la aceptación de nuestros límites y es signo de profunda paz, serenidad, sosiego y confianza. La alegría es precursora del gozo y genera esperanza. Implica renuncia y humildad, y para vivirla es necesario despertar esa capacidad innata que el ser humano tiene de cuido a los demás.
En esta tercera semana de Adviento, se nos invita a vivir esta llamada con plenitud. A permanecer con el corazón y los ojos abiertos a todo aquello que sucede a nuestro alrededor. A poner nuestro grano de arena para que la convivencia más cercana, nuestro barrio o la ciudad en la que vivimos, sean lugares que transmitan esa alegría y esa esperanza.