
Este domingo en el Evangelio podemos leer que Jesús, recién nacido, es llevado al templo porque su Madre debía cumplir con la ley de purificación según la ley de Moisés. La presentación del niño
no era requerida por la ley de Moisés, pero los padres también realizan las costumbres de su pueblo haciéndoles la circuncisión donde participan dos personas, Simeón y Ana.
Simeón había recibido la promesa de que no moriría hasta ver al Mesías, y cuando ve a Jesús, lo toma en sus brazos y alaba a Dios diciendo que ahora puede morir en paz porque ya ha visto al que traerá la salvación, no solo a Israel, sino a todos los pueblos. Esto nos ayuda a entender que la misión de Jesús no es solo para los judíos, sino para todos.
Ana, una profetisa anciana, también reconoce a Jesús y comienza a hablar de él a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén. Este testimonio indica que, en una época en la que las mujeres no siempre eran escuchadas, Dios la elige por su humildad, para anunciar su salvación.
Simeón también les dice a los padres de Jesús que este niño será «un signo de contradicción». Es decir, habrá quienes lo acepten como el Mesías y quienes lo rechacen. Esto ya les está adelantando lo que será su vida: mucha gente lo adorará, pero también se enfrentará el rechazo y sufrimiento.
Al final, el pasaje nos dice que María y José se sorprendieron por todo lo que Simeón dijo, y María guardaba todo en su corazón. Es como si, poco a poco, ella fuera entendiendo más sobre quién era realmente su hijo.
Este pasaje nos invita a reconocer a Jesús, no solo como el Salvador de los judíos, sino de todos. Y nos recuerda que, a veces, las personas más humildes y fieles, como Simeón y Ana, son las que tienen la gracia de reconocer lo que Dios está haciendo.