Mi cuerpo, la mayor maravilla del mundo

1er. Capítulo:  Me tocó la lotería

“…es de perogrullo: yo existo

“Pero ¿por qué aquí y ahora precisamente? ¿Y por qué yo? ¿De qué dependió que yo existiera? En resumen, ¿qué probabilidades tenía yo de nacer? Muy pocas…

Mi cuerpo es el producto (100% natural) de un huevo surgido del encuentro de dos elementos muy diferentes.

A mi derecha, de origen materno, un óvulo, “gigantesca” bola translúcida de 0,14mm de diámetro… rellena de proteínas, lípidos, glúcidos, agua, sales minerales y armada con un núcleo. En este último se hallaba una parte de la información que sirvió para fabricarme a mí.

A mi izquierda, de extracción paterna, un espermatozoide, osado renacuajo  de 0,07mm de largo… En su base, un largo flagelo, la cola y coronado por una cápsula llena de pequeños órganos dispuestos a animarlo y hacerle recorrer en  el menor tiempo posible la distancia que le separa del óvulo. Por encima, el núcleo, con el resto de la información necesaria para fabricarme una cápsula “explosiva” (de algún modo había que entrar) encargada de perforar la pared, relativamente gruesa, del susodicho óvulo…

Cada espermatozoides y cada óvulo, es único. Si otro espermatozoide que no fuera el mío hubiera penetrado el óvulo, mis padres habrían tenido un hijo. Pero un hijo que no sería yo. De que poco depende mi vida

Para terminar de convencernos, volvamos a nuestras cuentas probabilistas. En cada emisión de esperma, mi padre producía, y quizá produce todavía, entre cien y mil millones de espermatozoides.  Cada mililitro de esperma contiene de treinta  a doscientos millones y cada eyaculación representa entre uno y cinco mililitros de esperma. Ahora bien, uno, y sólo uno, se fusionó con el óvulo para producirme. Así, por parte de padre, yo tenía, como mucho, una probabilidad entre cien millones de ver la luz.

En el campo materno la competencia no fue tan dura. El ovario sólo pone un óvulo cada ciclo, o sea, una docena al año. En unos cuarenta años, libera en total unos quinientos óvulos, si bien toda mujer dispone, al nacer, de alrededor de un millón. Por parte de madre, pues, las probabilidades eran de una entre un millón.

Para colmo, mis padres tuvieron que conocerse. Como el planeta albergaba en los años sesenta a unos dos mil millones de almas en edad de procrear, la posibilidad de un flechazo era de una entre mil millones.

Recapitulemos: por parte de papá, una probabilidad entre cien millones. Por parte de mamá, una probabilidad entre un millón. Que se conocieran, una probabilidad entre mil millones. Total: una probabilidad entre cien mil trillones. Podemos repetirlo: ¡de qué poco depende una vida, de qué poco dependió la mía!

Sin contar con que fue necesario que mis padres tuvieran ganas de hacer el amor en el instante preciso y del modo preciso en que lo hicieron. Un programa de televisión atractivo, un informe urgente que terminar o una llamada inoportuna aquella mañana, aquella noche o aquella tarde, y yo no estaría aquí.

Lo mismo si se hubieran amado tres o cuatro días más tarde. “Mi” espermatozoide, caducado, habría sido destruido por un  sombrío glóbulo blanco, que los científicos llaman linfocito, o mi óvulo habría sido expulsado en una micción.

¡Pero basta de angustia retrospectiva! Todo salió bien para mí. ¡Eso es lo que cuenta! Gané una carrera delante de más de cien millones de participantes. Que se tranquilicen los malos alumnos. Una vez en mi vida, al menos, fui el primero de la clase.

No obstante, no hemos terminado los cálculos. Si mis padres me engendraron, otra perogrullada, es porque habían nacido. Por lo tanto, que sus propios padres se conocieran e hicieran el amor el día tal y del modo tal… Mi padre y mi madre también tenían, uno y otro, una probabilidad entre cien mil trillones de venir al mundo. Tratándose de los dos, aún tenemos que desenvainar la calculadora: cien mil trillones multiplicado por cien mil trillones de 1046, un 1 seguido de 46 ceros.

Y luego, quien dice padres y abuelos dice ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, treinta y dos tataratatarabuelos. O sea, siete generaciones (62 antepasados) en casi dos siglos.

Cada vez tenemos 1023 multiplicado por 1023 multiplicado por 1023, y así 63 veces en un siglo, la probabilidad de que nacieran mis 62 antepasados, más la mía. Total: 101449: un 1 seguido de 1.449 ceros…

¡Con que uno solo de mis abuelos no “hubiera querido” en el instante preciso en que sucedió, cada vez habría nacido un abuelo diferente, habría vivido su propia vida y me habría quitado para siempre toda esperanza de venir al mundo!

Para completar el cuadro faltaría reflexionar sobre la probabilidad de que apareciesen los primeros hombres, los primeros monos de los que desciende el homo sapiens, los primeros peces, las primeras células que “decidieron” reproducirse, la vida en la Tierra, la Tierra misma, nuestra galaxia, el universo, el Big Bang. ¡Cuántos acontecimientos!

Si hubiera faltado uno solo de ellos, todo estaría poblado de otra manera, y sobre todo sin mí.

En resumen, soy completamente improbable. Y sin embargo existo…»

GIORDAN, André. 
Mi cuerpo, la mayor maravilla del mundo.

Plaza Janés, 2000

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