La presencia y la vivencia de Dios transforma la vida, la cambia, nos hace vivir en plenitud y despierta en nosotros un deseo infinito de querer vivir cada vez con más intensidad el amor y la misma vida de Dios.
Esta fue la vivencia de los discípulos de Jesús. No quieren bajar de la montaña, no quieren dejar de vivir el inmenso gozo que experimentan, no quieren que lo que están viviendo sea solo un sueño. Lo mismo pasa con tantas personas que viven su misticismo como un gran don que les llena de paz y de vida. Podemos pensar en Santa Teresa de Jesús, en San Juan de la Cruz, o en personas más próximas a nosotros como Manolita Pedra y tantas otras que no conocemos.
Y los discípulos bajaron de la montaña. Creo que sería un gran error pensar que ‘despertaron del sueño y volvieron a la dura realidad’. No se trata de eso. No hay que despertar del sueño de Dios sino de llevarlo a la vida, la vida real de cada día con todos afanes, dichas y penas. Se trata de que el sueño de Dios empape la vida –solo hay una –, la lleve a su plenitud y también sea fuente de vida para los demás.
Joan Romans