«Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.» Lc. 9, 61
¿Seguir a Jesús? ¿Decir “sí” a su llamada? ¿Quién se atreve a estar tan loco…? ¿Tener la poca cordura y sensatez que muestra Él y vivir como Él lo hace?
Todo parece absurdo o fruto de la mayor de las inconsciencias y de una obstinación. En primer lugar, ese empeño incomprensible en dirigirse a Jerusalén, al lugar del conflicto, de la oposición y la condena; es encaminarse a una muerte segura, si no se está dispuesto a guerrear y ofrecer batalla… y Jesús, todos lo saben, es lo opuesto a la violencia y a la propia defensa, porque sólo se ocupa del prójimo, de sus hermanas y hermanos, del pecador y del que sufre; lo suyo es la disponibilidad y la cercanía… a nuestros bienintencionados consejos de quedarse en su tierra y no ir a Jerusalén, responde: “yo para eso he venido”.
Seguir a Jesús es poner a su disposición nuestra persona, para que cuando hayan acabado con Él, cuando hayamos eliminado de este mundo su cuerpo, Dios siga haciéndose presente en el nuestro, y comiencen entonces con nosotros… y ahí no hay componendas, no sirven excusas: o lo aceptamos así, con plena consciencia y actitud libre e incluso ilusionada, entusiasmada; o, a pesar de no decirlo, renegamos de Él …
¿Seguirle? ¿Seguir a Jesús? ¡Sí! ¡Con un si total, irreversible, sin condiciones! Con una alegría desbordante y sin descanso, con la sencillez y honradez de una vida apasionada y arrebatadoramente compartida y entregada… hasta Jerusalén, hasta la cruz… sin miedo al rechazo y sabiéndote acompañado…