Bautismo del Señor //Lc 3,15-16.21-22

Primera lectura: libro del profeta Isaías (42,1-4.6-7). Evangelio: San Lucas (3,15-16.21-22)

Estimados lectores, hoy celebramos el bautismo del Señor. Con esta fiesta, terminaremos el ciclo de Navidad e iniciaremos el ciclo ordinario en el que a lo largo del año iremos resiguiendo la vida pública de Jesús, sus enseñanzas y curaciones, sus gestos y actos simbólicos y también le acompañaremos camino del calvario hasta la realización plena de su salvífica misión.

La lectura de hoy empieza con una breve y concisa introducción.

En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías”.

Tanta era la expectación que Juan se veía obligado repetidamente a decir que él no era el mesías sino solamente el precursor. Su misión consistía meramente en preparar el camino, allanar los montes y rellenar los valles, tal como el profeta Isaías había preconizado siglos antes. En eso consistía el bautismo de Juan, un bautismo de agua, un arrepentimiento de pecadores y un deseo de cambiar y alcanzar el inalcanzable favor de Dios. Pronto, decía Juan, llegaría alguien de quien él no era digno ni de abrocharle las sandalias (tarea propia del más humilde esclavo) y traería un nuevo bautismo de fuego, un bautismo en el Espíritu.

El agua y el fuego, dos elementos aparentemente contrarios pero que aquí cooperan y se conjuntan en la llegada del Salvador. El agua limpia y da vida a lo existente, pero el fuego destruye y recrea. Destruye el pecado para dar una nueva vida. La vida en el espíritu no puede venir sino a través de un proceso de purificación, de destrucción creadora.

Jesucristo, el libre de todo pecado, se somete voluntariamente a este proceso de renovación para expresar, significar, confirmar, que Él acepta cargar sobre sí todos los pecados del mundo, para purificar a la humanidad, una humanidad nueva, renovada, purificada y libre de todo pecado.

 “También Jesús fue bautizado; y mientras oraba, se abrieron los cielos”.

Jesús al bautizarse no esta realizando un acto individual sin trascendencia exterior, sino que, con él, arrastra a toda la Trinidad. En efecto, esa invocación bautismal logra abrir las puertas de “los cielos”, puertas que, si recordamos bien, cerraron los ángeles cuando expulsaron a Adán del paraíso. Jesús hecho hombre en esta tierra y con la voluntad (por el bautismo) de servir hasta el límite a la trinidad Divina en su salvífica misión tiene un llamemos “efecto pararrayos” que rompe los candados del cielo y atrae sobre sí a toda la Trinidad. El Espíritu Santo desciende sobre Él y se posa cual paloma, y de ese cielo ya abierto para nosotros surge una voz que dice:  

«Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco».

Este inusitado inicio de la misión de Jesús no debería sorprender al que ya está familiarizado con las escrituras, todo transcurre según el guion, con el trasfondo del eco de la profecía de Isaías “el Siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre él”.

En el gesto de Jesucristo de aceptar su misión recibiendo el bautismo de los pecadores, Dios padre le confirma en su identidad de Hijo, le confirma en su amor, y le confirma en la complacencia de cumplir con los planes divinos. Y siguiendo la profecía de Isaías en la lectura de hoy también podemos vislumbrar su misión:

Dios lo llamó “para que abra los ojos de los ciegos, saque a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan en tinieblas».

En Jesucristo, por Él y en Él, todos estamos llamados a convertirnos en Hijos del padre, en llevar su mismo ADN de amor, y por este amor, por la fuerza del Espíritu Santo complacer a Dios, abriendo los ojos de los ciegos, sacando a los cautivos de la cárcel, rompiendo las cadenas del pecado a los que habitan en tinieblas.

¡Menudo programa el que tenemos para este nuevo año!

Feliz 2022 en la complacencia de Dios Padre.

Taiwán, enero 2022

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