Domingo XXIII del tiempo ordinario // Mc 7,31-37

El Evangelio es una historia sobre la vida corriente: alguien duro de oído, con escasas palabras, con discapacidades que nos desafían. Si alguna vez has tenido un problema en el habla o la dificultad de la sordera, sabes la angustia que causan. Jesús estaba angustiado por el sufrimiento de ese hombre: Él se preocupaba en el fondo de su corazón. El Evangelio de Jesús no escapa a ese tema.

La iniciativa de este milagro de curación no provino del hombre sordo. Fueron otros los que trajeron a Jesús a su lado. Fueron ellos los que le rogaron que “colocara sus manos sobre él”. Quizás debemos recordar que muchas de las cosas buenas que nos suceden vienen de la buena voluntad y las oraciones de otras personas.

La mayor parte de la vida de Jesús trata de lo ordinario de cada día, y la vivió entre los enfermos, los deprimidos, los preocupados por el futuro, los que ocultan su vergüenza del pasado, los que pierden la fe y los que la recuperan. Personas que pierden a un ser amado que muere, que están implicados en malentendidos familiares, que están hambrientos y sedientos, etc. Imagina que Jesús toca tu oreja. Él despeja tu resistencia y tú escuchas amor, porque el toque de Jesús en tu oreja es el toque del amor, de la vida, del escuchar nuevas noticias.

Jesús está nuevamente en camino, como un pastor que busca su oveja perdida. Todo lo que quiere es sanar.

Llevamos largos meses de vida sobresaltada, anómala, por la situación pandémica que asola al mundo, y está provocando tanto sufrimiento. Abatidos, nos vemos caminar y deambular cabizbajos, un tanto desorientados, con la amarga pregunta de: “¿Hasta cuándo?”. A veces, incluso podemos tener la impresión de que la esperanza se desvaneció de nuestro corazón.

Y sin embargo la Palabra de Dios ha sido proclamada por nosotros y para nosotros. ¡Hasta el salmista alaba, confía, espera! Sabe que el Señor reina eternamente.

¡Somos testigos y portadores de esta esperanza!

Muchas realidades se han tambaleado a nuestros pies. Pero Él, el que porta Vida y Amor, está siempre ahí. Lo está hoy, en su Día, en medio de su Asamblea, y nos grita a cada uno de nosotros: “Effetá. Ábrete”: a la alegría, a la esperanza, a la dicha de ser justo, al esfuerzo siempre renovado de construir un mundo mejor, al susurro de todas las aspiraciones para hacer el bien, al gozo de ver en cualquier rostro una hermana o un hermano.

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