Domingo XXIII del tiempo ordinario // Mc 7,31-37

¡Ábrete!

Cuando sucede el milagro que nos narra hoy el Evangelio, Jesús está recorriendo varios pueblos, justo vuelve de Tiro y Sidón y entra a Galilea. En pueblos anteriores, también se le acerca gente a pedirle una curación milagrosa o que libre a alguien endemoniado. Y se repite la misma acción: Jesús toma aparte a la persona afectada, se encomienda al Padre y con un suspiro o un gemido pide que se obre la curación o la liberación. Después pide mucha discreción porque sabe que la publicidad jugará en su contra ante las autoridades religiosas. Y lo que se repite es justo lo contrario: la gente y quizás los mismos seguidores de Jesús, lo van proclamando.

Toda esta dinámica va haciendo crecer el caldo de cultivo que desembocará en el aprisionamiento de Jesús y su crucifixión. Jesús desea aliviar sus sufrimientos y sólo pide discreción. A cambio vé cómo se instrumentaliza su acción ante esa sed de un Mesías poderoso que libere al “pueblo elegido”.

Pero vamos a los pequeños detalles de esta cura milagrosa. Pongámonos en la piel de una persona sorda que habla con mucha dificultad, que no se le entiende. Él no se acerca por su cuenta, sino que son otros, que el Evangelio no especifica, quienes lo llevan a Jesús.

Ya en versículos anteriores a los que escuchamos hoy, Jesús habla de que lo que contamina al ser humano no es lo que entra en él, como los alimentos, sino lo que hay ya en su interior. Es decir, la intención de sus actos, su voluntad. Llegados a esta punto, podemos preguntarnos sobre la intención de quienes llevan al sordo/tartamudo a Jesús. ¿Realmente piensan en esa persona enferma o, acaso, en que la fama de Jesús crezca para beneficiarse ellos o para perjudicar al propio Jesús?

Y Jesús actúa con tacto, literalmente. Con sus dedos toca el interior de los oídos y con saliva su lengua. Cuánta delicadeza para hacer despertar esos sentidos dormidos o atrofiados. Entonces, sólo una palabra: ¡ábrete! Pronunciada con vehemencia. Es un ábrete dirigido a la persona atrapada en su circunstancia. Pero también es un ¡ábrete! lanzado a aquellos que no vienen con buena intención, que están presos de deseos contaminados. Y es un ¡ábrete! que cruza el tiempo y el espacio hasta llegar a nosotras y nosotros, seguidores contemporáneos.

Un ¡ábrete! dirigido a ti y a mi, a nosotros, para escuchar y para hablar con coherencia. Abrirnos también para que salga eso que nos contamina dentro hasta sentirnos limpios y sanos. Abrirnos para escucharse y dialogar con uno mismo y, desde ahí, escuchar y dialogar con los demás.

¡Efatá! le dijo Jesús con energía a aquella persona sorda y tartamuda. Pero también se lo dijo en un marco de intimidad. Aparte. Abrir nuestro corazón es algo tan delicado que no se puede hacer de forma expuesta, sino de manera cuidada y progresiva.

Cuando nos sintamos confundidos o tristes, busquemos un rato de soledad y silencio y probemos a mirar al Cielo, inhalemos hondo y con gran ternura, con tacto, digámonos: ábrete. Sintamos, en silencio, cómo se manifiesta Dios ante esta petición que hacemos como hijos e hijas. Probablemente se abran nuestros oídos para escuchar qué nos está pasando. Probablemente se nos libere el habla y podamos sincerarnos para decirnos qué queremos, qué necesitamos en ese momento para ser felices.

Tenemos oídos, usémoslos para oír. Abrámonos a amarnos tal y como somos, abrazando nuestra realidad, acogiendo nuestra existencia.

Por último, Jesús no dijo “yo te abro”, sino que implicó a la persona en su curación, en su cambio. El “ábrete” indica que es la persona que se abre a sí misma, que permite la salida de sí o la entrada de una experiencia sanadora.

Javier Bustamante Enriquez

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