La fiesta que celebramos este domingo está descrita en los cuatro relatos evangélicos como representación de un momento crucial en la vida de Jesús, de Juan Bautista y de quienes presenciaron “expectantes” la escena, dice el texto.
Se entiende como un momento vital de inmersión de Jesús, no solo de manera física en las aguas del Jordán, sino también en su vida pública y en el ejercicio progresivo y consciente de su predicación. A su vez, esta celebración nos marca el término del tiempo litúrgico de Navidad y se hace eco de ese cambio de dirección o, mejor, de la progresión del crecimiento de Jesús que, habiendo llegado a su adultez, toma las riendas de su misión.
Todo este contexto no es en vano al intentar interpretar el texto que se nos ofrece hoy, puesto que posibilita una reflexión pródiga en detalles que contienen verdadera belleza y están plenos de significado y de revelación: agua que da paso a la existencia, el agua de la Creación que, ante la acción de Dios, según el Génesis, fecunda la tierra y le permite germinar; las mismas aguas que, durante el diluvio, arrasaron con fuerza todo a su paso y dieron a ser humano la posibilidad de comenzar de nuevo… agua que cobijó el paso del pueblo de Dios que huía de la esclavitud vivida en Egipto y le permitió transitar hacia la libertad. Así mismo, el Espíritu, representado en forma visible, nos hace lúcidos, modela nuestro crecimiento y nos permite ser conscientes de que somos hijos amados.
Al calor de la narración del Bautismo de Jesús, que los Evangelios sitúan como la culminación de una etapa y el comienzo de otra, comprendemos que él entendió de manera nueva el amor del Padre y esto le configuró de tal forma que marcó un antes y un después en su vida. Es evidente que Jesús “sabía” que era Hijo de Dios, como nosotros lo sabemos de nosotros mismos (por decirlo así y guardando las proporciones) y, además, lo repetimos constantemente, pero “lo que ocurre es que… reconocerse como tal es una aventura vital” y Jesús hizo de ello su nombre.