
El Evangelio de este domingo expresa el testamento que Cristo deja a los discípulos y, de hecho, a todos nosotros, poco antes de su detención y muerte. Su testamento es el amor y la paz, que no es suyo, sino del Padre que lo ha enviado.
Aunque para amar también necesitamos conocer, también necesitamos la razón. El elemento central de este testamento vital, pero, será el amor. Quien me ama hará caso de lo que digo, mi padre lo amará y viviremos con él.
Y es que lo más importante de las palabras de Cristo es amar, es decir, desear y trabajar por el bien del otro, de cualquier otro. La muerte de Dios, entonces, no es únicamente un sentimiento, implica también la razón y una tarea creativa que a menudo no es fácil, especialmente cuando tenemos que amar a alguien que nos lo pone difícil. Amar con Cristo nos demanda una tarea que requiere esfuerzo, sacrificio, que puede llegar a pasar nuestras fuerzas.
Por ello, no puede depender únicamente de nuestras capacidades humanas, que son limitadas y vulnerables. Nuestra disposición será fundamental, pero necesitamos estar receptivos al don de la gracia para poder hacerlo. Será con la participación del Espíritu como podremos llevar a una mayor plenitud el amor a los demás.
El otro testamento es la paz. Os dejo la paz, pero no la paz que da el mundo. ¿Qué tipo de paz, entonces? No la paz como absencia de conflicto o de guerra, no la paz impuesta por la fuerza, el control o la represión, sino la paz de conciencia, la serenidad del alma que nace de sentirnos habitados y sostenidos por Aquel que nos ama incondicionalmente, aunque sea en medio de los conflictos y las turbaciones.
También la paz de Cristo nos vendrá por el don del espíritu que es capaz de transfigurar la realidad y hacernos descubrir el verdadero sentido de sus palabras, que quedan ocultas por nuestra iniciación. Abrimos nuestros corazones y dejemos amarnos por Él.