
La fiesta litúrgica de la Exaltación de la Santa Cruz nos presenta una sorprendente y maravillosa aparente contradicción. ¡La muerte da vida! La muerte de Jesús en cruz nos da Vida, y además una vida en plenitud. Los que creen en él tendrán vida eterna, nos dice el evangelista Juan. Pero hay que pasar por la cruz, hay que morir. Pero, ¿morir a qué? Morir a todo lo que nos aleja del mensaje evangélico: renunciar a toda forma de obrar que nos deshumaniza, a toda forma de maldad que cometemos contra quienes son nuestros hermanos en la existencia, olvidarse de sí mismo y poner nuestra atención en quienes están cerca de nosotros y que han sido maltratados por la vida y por las injusticias humanas. En definitiva, hemos de renunciar al pecado, que nos aleja de los hermanos y de Dios. Ya nos lo dice el apóstol Pablo: hay que morir al hombre viejo y renacer en el hombre nuevo. Solo de esa forma entenderemos que Dios ha venido a nuestro mundo no para condenarlo, sino para salvarlo. Sí, salvarlo de la maldad humana y llenarlo de su bondad divina.